Santa Lucía:  El alma ciudadana

Ayer fui a caminar al Santa Lucía. No lo hacía desde los tiempos en que habitaba un departamento frente a él.  Era un día primaveral en toda norma y un viento del sur limpiaba el aire y aligeraba el calor vespertino. Mi punto de entrada fue la escalera que desciende hacia el vértice norte, el espolón que converge a la encrucijada de las calles Merced, José Miguel de la Barra y Victoria Subercaseaux.  Mi primer encuentro fue con un busto de Javiera Carrera. Recordé haber leído en alguna parte que el responsable del ensalzamiento histórico de su figura había sido Vicuña Mackenna. Ya en mis primeros pasos se volvía evidente que casi todo en el cerro tiene que ver con el afamado historiador y hombre público.  Fue él quien se empeñó en transformarlo de roca en vergel. Para su arborización hizo traer miles de metros cúbicos de tierra vegetal, acarreados primero en carretas y luego con porteadores, hasta llenar los resquicios de la roca. Construyó muros y escaleras. También levantó una ermita en honor a su pariente, Don Manuel Vicuña Larraín, primer arzobispo de Chile. Y para la fachada surponiente, la cara que da a la Alameda y a la Biblioteca Nacional, contrató al arquitecto francés Villeneuve, quien diseñó una plaza que más bien parece un baño romano con un marcado tinte fin-de-siecle.

En mi recorrido pasé junto a un guardia que tomaba nota de los nombres y números de identidad de las personas que ingresaban a la zona enrejada del cerro, reja que lo encierra durante la noche y que lo ha privado de la compañía de las decenas de parejas que lo usaban para consumar sus amores y de los hombres gay que se entregaban a las peripecias del sexo anónimo.  En un ridículo acto de rebeldía por tamaña expropiación, ignoré al oficial de la municipalidad y pasé de largo.  Pocos metros más arriba se abría la explanada a los pies del Fuerte Hidalgo. Sus cimientos datan de la época de la Reconquista y fue construido con fines militares, como un puesto de artillería español. No hay reutilización más penosa que la de este edificio.  Hoy es un centro de eventos donde se celebran desde matrimonios hasta convenciones de marketing, convirtiendo la arquitectura del lugar en mera fanfarria decorativa al servicio de las apetencias de quienes pueden pagar el costo del arrendamiento.  A la fachada guerrera se adhieren tinglados y techos de carácter temporal que sólo pueden ostentar de la suciedad que los cubre.  Nada de historia, sólo desechos de consumo.  Un lugar que encarna en plenitud una parte de nuestra historia no debiera prestarse para esta frivolidad, sino ser sujeto de un trabajo minucioso de restauración, con el objetivo de recrear el ambiente y los fines de la época en que fue construido.  El fuerte Hidalgo podría ser perfectamente un museo, como lo es la Casa Colorada en cuanto a la época colonial, donde se reúnan colecciones relacionadas con la Patria Vieja, la Reconquista y los primeros años de independencia.  Puedo imaginar los uniformes, el material del guerra, la recreación de las batallas, los documentos, los planos y maquetas explicando la importancia militar del enclave.  Si quisiera hacerse extensivo a otros fines, también podría alojar una línea histórica del cerro mismo, desde los primeros torreones españoles hasta las fotografías y detalles constructivos de la renovación de Vicuña Mackenna.

Entre los paseantes se hallaban parejas en plan de pololeo, grupos de escolares en sus últimos años de enseñanza media que iban a compartir una cerveza, visitantes de provincia que llegaban hasta ahí por primera vez y, en número mayor al que habría esperado, turistas extranjeros. Hubiera deseado que el cerro, bastión de la memoria de nuestro país, estuviese en perfecto estado, cuidado hasta el último detalle.  Pero los kioscos rodeados de sillas plásticas chillonas anunciando bebidas azucaradas, envueltos en una música estridente de radio portátil, sumados a un leve abandono de los jardines, hirieron mi orgullo patrio.  Deseaba que ese humilde promontorio fuera un digno representante del alma nacional.  Y a medida que lo pienso caigo en cuenta de que sí lo es, el Santa Lucía es sin duda una acertada representación física de nuestra identidad, y el descuido que me tocó presenciar también tiene que ver con nosotros, corresponde al descuido inherente a la sociedad de consumo que conformamos.  Esa roca yerma en sus principios, engalanada de árboles y fortificaciones, de ermitas y terrazas, de fuentes y senderos, representa nuestra manera de ser.  Ese monumento natural que se levanta contra los embates de la naturaleza y la desgracia, que intenta adornarse con los bienes de la cultura, que atrae como un imán a las parejas para recostarse en sus laderas, reúne desde lo más sólido de nuestro ser nacional -una historia monolítica y la vez fracturada como la roca granítica que lo constituye-, hasta lo más sensual e incluso lo más postergado.  En el centro de Chile, en el corazón de la república, también encuentran su lugar solitarios y marginados.  Reciedumbre y fractura, ascetismo y amaneramiento, espiritualidad y lubricidad, conciencia patriótica y desidia, son polaridades presentes en nuestra manera de ser que surgen de esta analogía.

Continué mi paseo contagiado por la determinación que observaba en los turistas, convencidos ellos de que más arriba encontrarían la vista panorámica de la cual hablaban las guías.  La gran terraza, llamada de Caupolicán, puesto de observación de la entrada sur a Santiago durante la Colonia, hoy ofrece una vista horrible, resultado evidente de la mala planificación urbana que nada heredó de las lecciones del gran Vicuña Mackenna.  Los edificios de habitación de factura barata que en el último tiempo han plagado ese sector, dan un triste espectáculo. Hubiera querido taparle los ojos a todos los que contemplaban esa ciudad arrasada por la mala conjunción de gestores inmobiliarios avariciosos, autoridades débiles, arquitectos sin ética y ciudadanos indiferentes.

A continuación vinieron los tramos más sugestivos del asenso, las escarpadas escaleras de piedra, seguramente diseñadas por el cantero Staimbuck o algún alarife español, que en su búsqueda de la pendiente rozan y se mimetizan con las grandes rocas que surgen indómitas entre la cubierta vegetal.  Al llegar a la atalaya el corazón me retumbaba por el esfuerzo y la anticipación.  Deseaba que los turistas alemanes que subían conmigo contemplaran la magnificencia de la vista hacia el oriente: la cordillera, el cerro San Cristóbal, el río serpenteando a sus pies. Nada. No se veía nada. Un par de eucaliptos desmañados y absolutamente prescindibles ocultaban el valle precordillerano de Santiago.  La desilusión me abatió y bajé de ahí rápidamente, indignado con la municipalidad y, por ese extraño proceso de identificación del que hablaba, conmigo mismo.

Pero no todas fueron malas noticias.  Me encontré perdido por un instante y fui a dar a la plaza de Pedro de Valdivia, oculta tras la formación rocosa de la cumbre.  Desde ahí, entre los árboles, se puede disfrutar de la vista hacia el oriente.  La plaza de aire recoleto está bien tenida -obviando el dichoso kiosco- y el monumento que conmemora la llegada de Pedro de Valdivia en diciembre de 1540 y la fundación de Santiago en febrero de 1541 consigue estimular la imaginación.  Por un momento creí ver en mi mente, como si se tratara de un recuerdo, el primer campamento español a los pies del cerro y la vida agitada de esos ciento cincuenta aventureros durante los primeros meses que dieron origen a esta ciudad multitudinaria.

Sin embargo, lo más emocionante me esperaba al final de recorrido.  Junto a un camino de lustrosos adoquines, llamó mi atención una pequeña estatua de bronce, una mujer vestida a la usanza romana que deja caer flores de su mano con el brazo extendido. En la base se halla inscrita la siguiente frase: “A la memoria de los despatriados del cielo i de la tierra que en este sitio yacieron durante medio siglo, 1820-1874, Benjamín Vicuña Mackenna”.  En ese sector de la ladera oriente, la que mira a Victoria Subercaseaux, fueron enterrados durante años las personas despreciadas por los cementerios, administrados en ese entonces por las arquidiócesis católicas.  Allí fueron enterrados evangélicos, ateos, judíos y todos aquellos que no profesaban el catolicismo. Ni siquiera tenían derecho a lápida. Sólo las leyes laicas de 1871 lograron vencer la férrea resistencia del episcopado al quitarle de las manos la potestad sobre los cementerios públicos.  En el alma de Chile, en las faldas de la roca fundacional, también hay un gesto de acogida hacia los discriminados.  Ese bello homenaje de Vicuña Mackenna nos recordará siempre que Chile es un país de vocación libertaria, donde cabemos todos, donde los discriminados por razones de la más diversa índole, tarde o temprano recibirán el reconocimiento de su estatus ciudadano.